Plena guerra en Europa, los japonenes a punto de atacar Pearl Habor... y mientras tanto un primerizo llamado Orson Welles revoluciona el cine con una descomunal exhibicion de talento. Sentenciada como la película que marca un antes y un después en la historia del séptimo arte, la "number one" en todas las listas de los críticos de las últimas décadas, "Citizen Kane" es una obra de arte de un poder insultante, una película magistral realizada por un joven prodigio de sólo 26 años de edad, que inventa con insólita personalidad -y de golpe- varios conceptos cinematográficos de primer orden. Insistiendo en que hoy está indiscutiblemente considerada como la mejor película de todos los tiempos, el caso es que en su día ni obtuvo un gran éxito de público ni se llevó los premios que, quizá, la juventud y poca modestia de su director le privaron de conseguir (el film obtuvo 1 Oscar al guión de 9 nominaciones)
Pero lo que interesa principalmente es el aspecto filosófico del film a través de un conjunto de críticas de orden político, social y económico, movido por un conjunto de intereses creados.
Un importante financiero estadounidense, Charles Foster Kane, dueño de una importante cadena de periódicos, de una red de emisoras, de dos sindicatos y de una inimaginable colección de obras de arte, muere en su fabuloso castillo de estilo oriental, Xanadú. La última palabra que pronuncia al expirar es ”Rosebud”. El país entero y la prensa en general quedan intrigados por saber el significado de esta palabra. Para descubrirlo, un grupo de periodistas se pone a investigar los recovecos de su vida más profunda, para finalmente descubrir (sólo por parte de los espectadores) que el significado de dicha palabra no es más que la metáfora de su infancia perdida, a través de un trineo que de niño deja atrás, para comenzar una vida que lo conducirá al poder y a la autodestrucción.
El rito de paso de la infancia al estado adulto es, desde cierto punto de vista, un privilegio y una adquisición: con él se abandona la ignorancia y la dependencia absoluta de las instancias paterna y, sobre todo, materna, para convertirse en un miembro al corriente de todo lo importante para su propia supervivencia, capaz de valerse por sí mismo y de tomar sus propias decisiones.
Es difícil dar razón del indudable cuanto paradójico prestigio que, en nuestras sociedades (¿o quizás en todas?), tiene la infancia. Esto puede atribuirse a una mala conciencia (realmente, ¿estamos tan seguros de que la sociedad está fundada sobre bases justas, y es por tanto buena cosa incorporarse plenamente a ella?), a una mentalidad egoísta (que valora la infancia en cuanto óptimo balance comercial: mínimo esfuerzo a cambio de una máxima retribución de todas las necesidades) y a otras cosas más. Pero lo más justo es, tal vez, aceptar que el hombre ha tenido, desde muy pronto, conciencia de la condición trágica que supone para él todo cambio: nada importante se gana sin perder a cambio otra cosa.
Éste es, si se quiere, otro aspecto: el que resulta de la armonización o síntesis de las dos melodías contrarias: la niñez es un valor, un bien cuya pérdida produce una añoranza inconsolable; la pérdida de la niñez es un valor, un bien que entraña la pérdida de otro, y que procura la apertura de unos horizontes.
Ahora bien dichos horizontes estarán marcados profundamente por el TIPO DE INFANCIA VIVIDA. . . nosotros no somos otra cosa que el resumen de lo vivido y lo experimentado, aunado a nuestro carácter inherente tanto genético como espiritual.